28 January 2001
Esclavas sexuales utilizadas por los soldados japoneses en la II Guerra Mundial
Por CHRISTINE TOOMEY. SEUL
El Mundo Spanish (c) 2001 Diario El Mundo.
HISTORIA / ESCLAVAS SEXUALES
ELLA FUE MATERIAL DE CONSUELO
ENTRAR EN «LA CASA COMPARTIDA» FUE UN PRIVILEGIO, AUNQUE TRISTE, PARA LA
FOTOGRAFO. ALLI VIVEN 15 DE LAS 200.000 ESCLAVAS SEXUALES UTILIZADAS POR JAPON PARA
SATISFACER LAS NECESIDADES DE SUS SOLDADOS EN LA II GUERRA MUNDIAL. VIOLADAS POR
30 SOLDADOS CADA DIA, SOLO RECLAMAN QUE TOKIO LES PIDA PERDON
CRONICA
Soon-Ae Kang sólo Tania 13 anos cuando su infancia acabó con la llegada de tres policías militares japoneses a su casa en Masan, ahora en Corea del Sur. Era el año 1940 y su país llevaba casi tres décadas como colonia japonesa. Aterrorizada, se ocultó mientras escuchaba a su padre implorando que no se llevaran a su hija. Silenciado de un golpe en la cara, su padre cayó al suelo cubierto de sangre. Soon-Ae fue arrastrada hasta un camión que aguardaba fuera de la casa. Pasaron seis años hasta que vio de nuevo
a su familia.
«Habíamos oído rumores de que las jóvenes y las mujeres solteras estaban siendo raptadas y llevadas a la fuerza a Manchuria», recuerda Soon-Ae, hoy una frágil anciana de 73 años. «No se llevaban a las mujeres si ya estaban casadas. Muchas jóvenes coreanas se apresuraron a contraer matrimonio, incluso con hombres muy viejos».
Pero Soon-Ae era todavía demasiado joven para casarse. La solución fue que ella y otras dos jóvenes se ocultaran en un cementerio cercano. «A los 20 días vino mi hermano pequeño y me pidió que fuera a recoger el cupo de alimentos para la familia. Para obtener las raciones, un miembro de la familia debía recitar un poema épico japonés. Yo era la única que podía hacerlo, por lo que regresé a casa», afirma Soon- Ae.
El precio que tuvo que pagar para obtener la comida fue terriblemente caro. Primero, fue conducida a un campamento militar cercano. Acto seguido, tanto ella como un grupo de adolescentes fueron transportadas en barco y en ferrocarril hasta Hiroshima, donde les dieron nombres japoneses. A Soon-Ae le asignaron el nombre de Maiko. Después, el grupo fue embarcado hasta la pequeña isla de Palau, situada en la costa oriental de Filipinas.
«Le rogué a un viejo oficial que nos dejara marchar y respondió que lo haría», recuerda Soon-Ae. Pero no lo hizo. Ella y las otras chicas fueron llevadas a una zona ubicada detrás de un hospital militar donde se habían acondicionado 30 miserables cubículos. A cada chica le fue asignada una habitación. «El espacio era muy pequeño, con una manta, una mosquitera, un espejo y un lavabo».
Todavía no tenía ni idea de lo que se proponían. «Me imaginé que tal vez nos pidieran que hiciéramos trabajos sencillos de enfermería o lavar la ropa de los soldados». A la mañana siguiente, los soldados comenzaron a formar filas en el exterior de las habitaciones. A partir de ese día, Soon-Ae se convirtió en una de las aproximadamente 200.000 niñas y jóvenes, algunas de tan sólo 11 años, a quienes los japoneses denominaban con el cruel eufemismo de jugun ianfu o mujeres para el consuelo.
Arrancadas de sus hogares en países ocupados por Japón durante los años 30 y 40, estas mujeres fueron transportadas a zonas de combate en primera línea, a lo largo y ancho del Extremo Oriente bajo la denominación logística de «suministros militares esenciales» y encerradas en una extensa red de brutales campos de violación, obligadas a reconfortar sexualmente a los soldados del Ejército Imperial nipón.
Soon-Ae, una fumadora empedernida que en raras ocasiones mira directamente a los ojos, ha pasado toda la vida intentando olvidar su pasado. Sin embargo, ahora que es una anciana, quiere que la gente sepa lo que le ocurrió a ella y a las demás esclavas sexuales. A diferencia de los supervivientes del Holocausto que han logrado recuperar con éxito sus bienes robados, o de la mano de obra esclava que obtuvo una compensación económica de las industrias alemanas para quienes trabajaron durante el régimen nazi, estas mujeres nunca han sido compensadas por las
atrocidades que sufrieron. Aunque para la mayoría ya es demasiado tarde, pues han fallecido.
Sin embargo, algunas supervivientes, como Soon-Ae, están decididas a continuar luchando hasta obtener un reconocimiento oficial de lo que tuvieron que pasar. Quieren una compensación económica y que los
hechos sean reflejados en los libros de Historia japonesa.
A principios del año 2000, 15 esclavas sexuales de Corea, China,Taiwán y Filipinas presentaron una demanda judicial contra el Gobierno japonés en un tribunal norteamericano. Se ampararon en una vetusta cláusula de la jurisprudencia estadounidense y que se está utilizando cada vez con mayor frecuencia para emprender acciones judiciales contra presuntos violadores del Derecho Internacional, y mediante la cual exigen una disculpa formal y una compensación.
Sin embargo, los japoneses ya se han negado en ocasiones anteriores a reconocer tales demandas. Ante el temor de que fallezcan más supervivientes antes de que se resuelva el caso, Soon-Ae y un pequeño
grupo de compañeras decidieron contar a todo el mundo la tortura a la que fueron sometidas. Este grupo de frágiles ancianas, la mayor parte de las cuales viven juntas en una casa en una remota colina en las afueras
de Seúl, piensan que este testimonio será el último esfuerzo para obligar al Gobierno japonés a que emita una disculpa formal por el bárbaro trato del que fueron objeto.
Mientras que a algunas de las mujeres les resulta difícil el solo hecho de recordar, Soon-Ae todavía habla de ello con furia. «Cuando lloraba añorando mi hogar, me propinaban palizas. Lloré tantas veces que hacia
el final de la guerra no me quedaba ningún diente. Los soldados traían consigo un papel con el nombre de su unidad, el sello de su jefe y el tiempo autorizado. El máximo era 30 minutos, y el mínimo, tres».
Los oficiales eran los encargados de emitir y supervisar la autorización. Algunos de los soldados, según afirma ella, mostraban su compasión. «Nos decían que no nos podían ayudar porque era una orden de su emperador».
En ocasiones, las mujeres eran obligadas a vestir ropa tradicional y a cantar canciones japonesas para los soldados. Tenían prohibido hablar públicamente en su idioma natal. «Una vez por semana, nos hacían una
revisión médica», dice Soon-Ae. «También nos inyectaban dos veces al mes 606 (un potente desinfectante cuyo efecto provocaba el aborto espontáneo en cualquier mujer embarazada).
A medida que iba avanzando la guerra, cada mujer llegaba a acostarse con 30 soldados al día. «Gradualmente, los bombardeos y ataques aéreos de aviones estadounidenses se hicieron cada vez más demoledores. Los oficiales japoneses de mayor graduación se suicidaban. En 1944, Soon-Ae fue liberada. En la primavera de 1946 fue llevada de regreso a Corea, a bordo de un navío norteamericano.
Nunca le contó a su familia lo sucedido. A pesar de que Soon-Ae estuvo casada durante un breve periodo de tiempo, no pudo tener hijos. Intentó suicidarse 30 años después de ser liberada. «Todavía tomo medicamentos a causa de mi pierna», explica mientras lentamente va subiéndose la falda para mostrar las cicatrices que dejaron las heridas de metralla en sus piernas y glúteos, una secuela de los bombardeos
aliados.
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REVELACIONES
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Las lesiones internas que sufrió durante su primera violación a manos de dos soldados japoneses fueron más graves. Incluso hoy en día, le duele al orinar. «Camino a duras penas. Me siento tan sola… No quiero vivir. Mi vida ha estado llena de lágrimas y pesar», dice sollozando, «ya es hora de sentir un poco de alivio».
Soon-Ae no se atrevió a revelar lo ocurrido durante la guerra hasta que tenía más de 60 años. Y no lo hizo hasta que otra anciana surcoreana, Hak-Soon Kim, contó su caso. En 1991, esta mujer presentó una demanda contra el Gobierno japonés por los atroces abusos que sufrió. Hak-Soon Kim esperó a que fallecieran todos los miembros de su familia, y así evitar que pudieran sentir vergüenza por sus revelaciones. Su testimonio indujo a varios cientos de esclavas sexuales a revelar sus propias experiencias.
Inicialmente, el Gobierno japonés argumentó que los centros de consuelo eran gestionados por empresas privadas y que no eran responsabilidad de los militares. Sin embargo, un año más tarde, los investigadores desenterraron documentos históricos donde se demostraba que toda la operación contó con la plena aprobación de la cúpula militar al más alto nivel. Sin embargo, prevaleció el viejo dicho japonés: «Si algo huele mal, ponle una tapadera encima».
Tendrían que pasar tres años hasta que, en 1995, el primer ministro japonés, el socialista Tomiichi Murayama, expresó su pesar a título personal. No obstante, a nivel oficial, el Gobierno de Tokio continuo negando cualquier responsabilidad moral o legal. Para enjuagar su conciencia, algunos ministros nipones crearon una pequeña fundación privada, con el apoyo de varias poderosas corporaciones, y se ofrecieron a pagar a cada mujer superviviente una compensación. La mayoría de ellas rechazó la oferta.
En 1996, la Comisión sobre los Derechos Humanos de las Naciones Unidas lanzó una investigación en torno a la esclavitud sexual militar y solicitaron a Japón que pidiera públicamente perdón y asumiera su responsabilidad legal. El Gobierno japonés arguyó que los tratados negociados con Estados Unidos y otros países durante las décadas posteriores a la guerra impedían toda demanda judicial que contemplara reparaciones por las atrocidades cometidas durante el conflicto. Al año siguiente, Hak-soon falleció con su
demanda sin resolver.
Ante la actitud japonesa, el Gobierno de Corea del Sur comenzó a confeccionar un censo oficial de las esclavas sexuales supervivientes. Más del 80% procedía de las dos Coreas. El censo permitió pagar una modesta pensión económica que les permite subsistir. Hace cinco años, un grupo de organizaciones budistas y sociales edificaron un complejo residencial llamado Nanumui Jib (La Casa Compartida), en la provincia surcoreana de Kyonggi, para proporcionar un hogar a las antiguas mujeres de consuelo que no tienen ningún otro lugar donde vivir.
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POBRES ABUELAS
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En esa casa, el silencio parece ser la consigna. La única dispuesta a hablar es Myung-kum Mun, una mujer con más de 80 años que se vino a vivir aquí no hace mucho tiempo, después de que un investigador chino la encontrara viviendo miserablemente en una pequeña aldea. «Myung-kum Mun estaba sola», explica Ji-Hyun, la fotógrafa que tomó las imágenes de este reportaje y que convivió un tiempo con las mujeres de la casa. «Ella se percató de que yo también me sentía sola en la casa e intentó cuidar de mí. Cuando
comencé a hablar sobre mi propia familia y de cómo mi madre murió de cáncer cuando yo todavía era pequeña, sintió pena y comenzó a cuidarme».
El interés de Ji-Hyun en retratar a estas mujeres surgió tras ver un documental sobre ellas cuando era estudiante universitaria en Seúl. «El cine estaba casi vacío. Eso me produjo una fuerte impresión. Parecía
que a nadie le interesaba esta historia oculta. Y sin embargo fue algo que sucedió no hace tanto tiempo. Le pudo haber ocurrido a mi abuela».
Ji-Hyung utiliza la palabra coreana halmoni, que significa abuela, para referirse a las esclavas sexuales.
Pero a medida que la anciana comenzó a relatar su pasado, Ji-Hyun comprendió que, al igual que muchas de sus compañeras, Myung-Kum nunca pudo tener hijos. Tenía 18 años cuando la policía japonesa la sacó
de su casa en la provincia coreana de Cholla, afirmando que se la llevaban a trabajar a una fábrica. En vez de eso, fue llevada en barco a un campo de violación en China, donde la obligaron a satisfacer a 30 soldados japoneses a diario durante casi ocho años.
Su odisea terminó cuando el ejército japonés se retiró de China. Huyó a un pequeño poblado cercano donde muchos coreanos sin medios para regresar a casa se asentaron tras la guerra. Incluso si hubieran tenido la oportunidad de hacerlo, muchas mujeres se sentían demasiado avergonzadas para volver a sus hogares. Un gran número de ellas sufría enfermedades venéreas y mentales. Las que enfermaron durante la guerra fueron ejecutadas al ser consideradas como carentes de cualquier otra utilidad.
El ejército japonés asesinó a decenas de ellas mientras se batía en retirada. Algunas fueron introducidas en cuevas, que acto seguido se dinamitaban. Otras fueron obligadas a matarse junto a los soldados del ejército derrotado.
Myung-Kum pasó los siguientes 54 años sobreviviendo a base de recoger setas y venderlas por las montañas alrededor del poblado donde vivía en China. Contrajo matrimonio pero estaba tan físicamente dañada por el abuso sufrido que nunca fue capaz de concebir un niño. Casi tenía 80 años cuando los responsables de La Casa Compartida se interesaron por ella.
Myung-Kum ha sido la única mujer dispuesta a acompañar a la fotógrafa Ji-Hyun hasta un pequeño museo anexo a la casa, donde se ha reconstruido una réplica de los habitáculos existentes en los centros donde eran forzadas. Su finalidad es servir de educación a los visitantes del lugar, en su mayoría japoneses. La habitación contiene un sencillo camastro con un colchón, un lavabo metálico y un condón de hace medio siglo que se exhibe en una vitrina de cristal.
«Cuando se encontraba en el interior del museo, la abuela Mun se dirigía una y otra vez hacia la puerta para asegurarse de que no estaba cerrada con llave», narra Ji-Hyun. «Después se sentó en la cama, mirando de frente y sin decir nada. Era una mujer bondadosa y con un gran corazón. Se movía con mucha dificultad, lentamente. En ocasiones parecía como si ya estuviera muerta». A principios del pasado mes noviembre, a la edad de 84 años, Myung-Kum murió de un ataque al corazón.
Otra mujer que se ha mostrado dispuesta a hablar sobre su pasado es Soon-Duk Kim. Cuando tenía 15 años la engañaron para que abandonara su hogar con la promesa de obtener trabajo en una fábrica japonesa. El padre de Soon-Duk murió cuando ella era joven, tras recibir una paliza por atreverse a fumar las hojas de tabaco que había plantado en la parcela familiar, en desafío al monopolio japonés sobre el cultivo del tabaco. Soon-Duk era una de sus cinco hijos: «Yo era completamente ignorante de lo que
sucedía en el mundo», afirma. «Lo único en lo que pensaba era que iba a ganar dinero en una fábrica. Ni siquiera se me pasó por la cabeza que aquello pudiera implicar algún peligro».
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SOLDADOS SALVAJES
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Soon-Duk fue llevada en barco hasta Nagasaki, junto con otras 30 chicas. «Una vez allí», explica, fueron conducidas a un pequeño hostal y violadas a diario por docenas de soldados japoneses. Después de una semana, el grupo de jóvenes y niñas fue transportado hasta Shanghai, donde fueron alojadas en una casa grande cercana a una unidad militar y forzadas al mismo tipo de abuso. Cada chica fue encerrada en una pequeña habitación.
«Hacia las nueve de la mañana, los soldados comenzaban a formar cola. A partir de las seis de la tarde llegaban los oficiales de alta graduación. Apenas teníamos tiempo para dormir. Yo estaba muy enferma. Sangraba continuamente. Los soldados recién llegados del campo de batalla eran
como salvajes. Sin embargo, cuando estaban a punto de ser enviados al frente, tendían a ser muy débiles. Algunos incluso sollozaban ante el temor a combatir. Cuando lograban regresar vivos, me alegraba. Algunos confesaron su amor e incluso me propusieron el matrimonio».
Uno de los que prestó especial atención a Soon-Duk fue un oficial japonés a quien sólo conocía por el nombre de Izumi. Tras permanecer retenida durante tres años en varios campos, el oficial proporcionó a
Soon-Duk y a otras cuatro jóvenes documentos de viaje con los que pudieron regresar a Corea.
«Después de 20 días de viaje volví a casa, pero los vecinos hablaban a mi espalda y mi familia todavía era pobre. No me quedó otra opción que marcharme a Seúl». Allí trabajó durante muchos años como empleada
doméstica. Finalmente consiguió tener su propio hogar, con un hombre casado, como su segunda mujer. Tuvo cuatro hijos, algo extraordinario para una mujer de consuelo. Durante más de 50 años no le dijo a
nadie lo ocurrido durante la guerra: «Enterré toda mi ira y el odio en lo más profundo de mi corazón. Quería contar la historia de lo ocurrido durante mi juventud, pero me resultaba imposible encontrar a alguien con
quien hablar».
Hace algunos años, Soon-Duk se puso en contacto con una emisora de radio en Seúly éstaa su vez la presentó a los responsables de La Casa Compartida. Poco tiempo después, se trasladó allí y en la actualidad pasa la mayor parte de su tiempo dibujando pinturas que reflejan su experiencia durante la
guerra.
Soon-Duk es una de las mujeres más activas de las que actualmente viven en la casa. Es una de las pocas que está dispuesta a conversar con los turistas japoneses que cada año visitan el museo. «Yo no quiero verme obligada a regresar al pasado conversando con los turistas sobre lo ocurrido. Pero sí quiero que las nuevas generaciones comprendan lo que hicieron sus antepasados», afirma mientras explica cómo algunos de los visitantes se ofrecen a cocinar y limpiar para las halmoni como símbolo de su respeto.
El resto de mujeres de La Casa Compartida prefiere pasar sus días trabajando en los campos cercanos, donde cultivan vegetales. Es el único lugar en el que encuentran la paz. «Sólo parecen estar tranquilas
cuando se encuentran frente a la naturaleza», dice la fotógrafa Ji-Hyun.
A pesar del nombre de la casa donde viven, en raras ocasiones hablan entre ellas sobre su pasado. Y aunque las instalaciones podrían acoger a más de un centenar, allí sólo vive un puñado de ellas que no tiene ningún otro lugar adonde ir. Las demás no se quieren enfrentar al pasado, un recuerdo demasiado doloroso.
Pocas veces comparten sus pensamientos y temores más íntimos. La mayoría permanece encerrada en un mundo personal de silencio y de dolor. Sufren frecuentes pesadillas y enfermedades relacionadas con
aquellos años de abuso.
Por el contrario, Soon-Ae se mantiene independiente. Afirma que no podría soportar vivir en La Casa Compartida, donde estaría en contacto con turistas japoneses ansiosos por remover el pasado. En vez de eso, ha dedicado su energía asistiendo a las manifestaciones organizadas por las esclavas sexuales que todavía sobreviven y que cada miércoles se reúnen procedentes de todos los rincones del país para manifestarse frente a la embajada japonesa en Seúl.
En estos días, los coreanos celebran un triste aniversario que también tiene como protagonista a Japón: en enero de 1919 tropas imperiales mataron a
7.000 coreanos que se manifestaban pidiendo la independencia. El mes pasado se produjo un juicio simbólico a favor de varias de ellas. Asistieron cientos de expertos legales, académicos y activistas de los derechos humanos venidos de todo el mundo. El juicio fue realizado para atraer la atención internacional ante la negativa japonesa de hacerse responsable de su pasado. Soon- Ae se desespera porque cree que iniciativas como el juicio sólo son palabras.
Durante los últimos cinco años han fallecido más de 50 de las casi 200 mujeres censadas por el Gobierno coreano. «Pronto estaremos todas muertas. Yo misma soy como un fantasma arrastrándome a través de la
vida», susurra Soon-Ae, mientras entierra su cara entre las manos. «Sólo deseo que el Gobierno japonés deje de mentir. No quiero que continúen negando nuestro maltrato».
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Pies de foto tituladas
SIN PERDON.-Arriba, las supervivientes de los abusos se manifiestan los miércoles ante la embajada japonesa en Seúl. Sobre estas líneas, a la izquierda, una de las habitaciones de la casa donde las ancianas comparten su desesperación y sus recuerdos. A la derecha, los huertos que cultivan. Para la mayoría, lo único que las mantiene vivas es que algún día el Gobierno japonés pida perdón por las atrocidades que
sufrieron
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PARA EL CONSUELO.-Arriba, un grupo de coreanas que eran violadas por soldados japoneses, en 1944. Las obligaban a vestir el traje tradicional nipón. Sobre estas líneas, una de ellas muestra las heridas sufridas en un ataque aliado. A la derecha, algunas de las reliquias que se conservan en un museo: un condón de un soldado y los tickets que le autorizaban a violar a las “esclavas sexuales”.
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